Relato: "Y nos dieron las diez"


Ya era más de madrugada que de medianoche en una noche de verano. Entré en el bar con el resto de los compañeros del grupo. Nos sentamos en una de las mesas vacías, que eran algo más de la mitad del local.
Semioscuro, se veían grupos de hombres sentados en corro alrededor de las mesas redondas, bebiendo cerveza y conversando entre ellos, con sus alegres y escandalosas voces de quien ya está ebrio pero no lo quiere reconocer. Camareras con minifalda y mirada cansada pero altiva se paseaban con bandejas repletas de espumosa cerveza, siendo observadas por algunos hombres.
–¿Qué os trae por aquí, hombretones sudados y alterados? –nos preguntó una de las chicas, sonriendo. Parecía que los pechos se le fueran a saltar en cualquier momento fuera del escote.
–Un buen concierto a todo volumen y mujeres guapas con las que disfrutar un buen rato –le contestó uno de mis amigos.
Lo cierto es que lo escuché a medias, perdido en los ojos de gata en celo de la camarera.
–¿Y para ti, gallardo? –se dirigió a mí, con una sonrisa de luna creciente que habría desmayado a más de un chavalín.
–Lo que tú me pongas –contesté.
La noche pasó, sentados en círculo, bebiendo y bebiendo hasta que los demás se quedaron hartos de alcohol.
Casi todas las pizpiretas se habían marchado. Sólo quedaba la que nos había atendido, lanzándome miradas fugaces que prometían una noche inolvidable.
Al final, nos quedamos los dos solos. Ella recogía, silbando una canción que me era conocida pero, tanto daba, yo sólo tenía mi atención para ella.
–¿Piensas quedarte encerrado aquí? Voy a cerrar –me avisó ella poniéndose justo a mi lado. Su abdomen cerca de mí, muy cerca.
–Si es contigo, ya pueden encerrarme donde sea –me lancé, ansioso por saber su respuesta.
Ella volvió a silbar y se acercó aún más, alargó su brazo y dibujó en mi espalda un corazón. Mi respuesta, ¡cuál iba a ser!, puse mi mano bajo su falda.
De camino al hotel nos fuimos parando de portal en portal. Su lengua en mi boca, mis labios en sus labios. Podríamos haber llegado desnudos a la habitación.
Apenas cerrada la puerta ya no teníamos zapatos y, para cuando llegamos a la cama, ni camisas ni sujetador. Tales eran las prisas que los pantalones quedaron colgados de la barandilla del balcón.
Una pausa. Nos separamos unos milímetros. Yo a horcajadas sobre ella. Cada uno respirando el aire del otro. Mi polla acariciando su coño.
–Hazlo de una vez, joder –me apremió, echando la cabeza hacia atrás y apretando sus pechos contra mí.
Le besé el cuello justo cuando embestí, provocando un gemido que me puso a cien. Coloqué mis manos bajo su culo para poderlo apretar. Nuestras bocas se encontraron, nuestras lenguas se enzarzaron y nuestra saliva se mezcló.
En un momento me dio un empujón, intentando colocarse ella encima, pero rápidamente la hice rodar y la coloqué a cuatro. Sus gritos me provocaban palpitaciones.
Noté cómo se contrajo cuando llegó a su clímax y miré con inocencia el líquido que goteaba. Un pedo vaginal hizo que ella se escondiera bajo las sábanas, pero yo sólo pude reaccionar yendo hacia ella y besándola con fuerza.
El verano siguiente fui al bar donde la conocí. Pero detrás de la barra no había nadie, y en lugar de su bar me encontré un banco americano. A ninguna persona hallé que me pudiera decir ni su nombre.
Harto de rabia lancé piedras contra lo que el verano pasado fue un bar. Las lancé hasta que me paró la policía. Alegué que llevaba tres copas, cuando mi contador pasaba de la docena.
Escribo esto desde la habitación donde nos besamos, nos encontramos, donde follamos.

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