Relato: La Muerte se toma unas vacaciones



Suena un despertador en la negra mansión.
Imaginad que nos metemos por una de las negras ventanas y traspasamos las negras cortinas para ir a parar a una habitación más bien oscura donde un reloj despertador está pitando como loco.
Y, de repente, una mano esquelética lo pulsa apagándolo con fuerza. No es que sea una mano con poca carne y mucho hueso; es, simplemente, una mano sólo de huesos.
La Muerte se levanta de la cama y bosteza. En realidad no bosteza, solamente hace los ademanes de un bostezo porque está estudiando esta extraña costumbre en los humanos.
En realidad tampoco estaba durmiendo, sólo había cogido la costumbre de tumbarse y apagar sus espectrales ojos durante un par de horas para asimilar toda la información del día anterior. Y, como en esa mansión sólo podía ser de noche, a veces se le iba el tiempo y se tiraba algo más de dos horas; diez, tal vez.
Fue hasta su despacho y se sentó en el escritorio negro wengué. Allí pulsó un botón que había en una esquina y del techo cayó un reloj de arena.
–A ver, a ver… A quién le toca hoy… –dijo ella con una voz melodiosa pero de ultratumba.
Cogió el reloj y miró su base. Ahí había escrito:
«Caniari Luther»
–Oh, el gerente de la ciudad.
–¡No me puedo creer que me hagas esto! –dijo Caniari Luther al cabo de un rato. Su cadáver descansaba a sus pies, y el que ahora era un alma alzaba los brazos en gesto de reproche–. ¡Sabes que tengo cosas importantes que hacer para con la ciudad! ¡¿Por qué permites que me muera?!
–Mira, mira. No es culpa mía. Simplemente, ha llegado tu momento. Yo no puedo hacer nada para remediarlo.
–Ah, claro, tú sólo eres la despedida. El premio de consolación por haber sacado a flote esta ciudad. ¡Si al menos tuvieras tetas, pues una alegría que me llevaba! ¡Pero no! ¡Sólo el amargo sabor del maldito veneno que había en mi comida.
Según iba hablando su cuerpo se iba volviendo más y más translúcido, por lo que su voz también se iba apagando.
–¡Pues quiero que sepas –continuó diciendo– que nunca me he sentido tan defraudado! O sea, ¿para qué sirves? Llegas, me partes por la mitad con tu totalmente desdeñable guadaña y, hala, ya has cumplido tu trabajo. ¡Pues vaya forma de vida es ésa!
–Oye, tampoco me lo pongas tan difícil…
–No, no. Ahora me vas a escuchar. –Su voz no era más que un susurro–. ¿Para qué sirves? No tienes metas en la vida. Seguro que te pasas todo el día sentada esperando a que le llegue la hora a alguien; entonces, vas, le rebanas la cabeza y ya está, vuelves a tu cómodo sillón a esperar otra víctima. ¡Pues me parece a mí qu… –las últimas palabras se perdieron en el silencio de su voz.
–Uf, por fin se calla, ¿eh, mamá?
La Muerte se dio la vuelta, abatida.
–Hamlet, te tengo dicho que no te metas en el trabajo de… bah, da igual. ¿Cómo van las clases en el mundo humano, hijo?
El chico en realidad no era su hijo. De unos catorce años y más flaco que un palillo, le gustaba seguir a su madre adoptiva cuando tenía que estar estudiando.
–Ya sabes, los profesores intentan explicarme algo que no sepa, tartamudean de miedo cada vez que les menciono… Lo de siempre, sigo diciendo que no les gusta estar en la mansión.
No es que fuera un listillo. Es que, cuando se hacen guerras de miradas con la mismísima Muerte, no puedes evitar que algunos secretos inescrutables se cuelen por tu cabeza.
–¿Y tú, mamá? ¿Qué tal el trabajo? Ese tipo de ahí no parecía muy amable.
–No lo sé. Creo que me tengo que tomar unas vacaciones. Cinco mil años segando vidas me parece bastante tiempo para no haber librado ni un fin de semana.
–Pero eres la mismísima Muerte, ¡no puedes cogerte días de vacaciones!
–¿Y eso quién lo dice, eh? –se envalentonó ella.
Ahí Hamlet no supo qué contestar.

–¿De verdad te vas a ir? –preguntó Hamlet a su madre mientras ella cerraba la maleta.
Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, además de un sombrero de paja y gafas de sol.
–Adiós, hijo, nos veremos en un par de meses. –dijo, acariciándole la cabeza con su mano desprovista de carne.
Al segundo siguiente, ya no estaba allí.

Lejos de allí, en el planeta a cargo de la Muerte, había una pelea en una taberna.
Desgraciadamente, había acabado en un apuñalamiento.
–¡Agh! –exclamó el apuñalado, llevándose la mano al corazón, donde se había clavado el puñal. Pero, momentos después, todavía en pie, se miró la herida–. ¿Agh?

Sólo tuvo que pasar una semana para que el mundo entero se pusiese patas arriba. Se había corrido la voz de que la muerte era una cosa del pasado y la gente no paraba de hacer pruebas: se tiraban de edificios altos, hacían apuestan de quién aguantaba más bajo el agua (aunque siempre se acababan aburriendo), hacían dianas de tiro con arco con los pardillos…
Mientras tanto, el mundo de las deidades iba por el mismo camino. Cientos de dioses menores habían notado el vacío que había dejado la Muerte al irse e intentaban ocuparlo una y otra vez.
Así, cada vez que algún niño le pedía a su padre que mirara debajo de la cama por si había un monstruo, esa familia se tenía que ir de la casa porque dicho monstruo intentaba zamparse a los niños.
O, cuando en el desierto de Tahara algún invocador hacía la danza de la lluvia rogándole al dios de las hortalizas que regara los cultivos, no era raro que al día siguiente se viera a dicho dios con una regadera regando todos los campos de la zona.

Al cabo de esa semana, Hamlet fue a ver a la Muerte. No le costó mucho encontrarla, sabía que lo que más le gustaba eran las playas del Mar Hombretón.
–Mamá, tienes que volver al trabajo. Están todos locos, has desequilibrado el… el equilibrio del mundo.
–¡Bah! ¿No querían tranquilidad, que les dejara en paz? ¡Pues ahora que se aguanten!
–¡Mamá, hubo un señor que se murió justo cuando decidiste venirte aquí y se quedó en medio de la transición vida-muerte! ¡Ahora es un zombi!
–Le está bien empleado –dijo ella, echándose crema solar en el cúbito y el radio.
–¿Y si pruebas otro trabajo? –se le ocurrió a él–. Quizá así comprendas que la vida no es sólo descansar. Quizá algo relajado, distinto a lo que estás acostumbrada te agrade.
–Mira, pues eso es una buena idea. Al fin y al cabo, es imposible que me ponga morena. Además, la playa se vació en cuanto llegué, así que esto es un poco aburrido.
Y es que, por mucho que la Muerte se ponga gorro de paja y biquini a rayas rojas y blancas, Muerte se queda. La gente había huido despavorida en cuanto había llegado con su esterilla y su bolsa de playa por motivos más que justificados.
–¡Pues venga, para arriba! –Exclamó levantándose del suelo con un puño en alto–. Voy a quitarle el trabajo a esa minucia de Ratoncito Manuelez.

(Tres días después…)
–¿Por qué me quita mi diente?
La pregunta se la hizo una niña pequeña que se había despertado ante los ruidos de rozadura que hacían los huesos de la Muerte mientras rebuscaba bajo la almohada.
–Oh, tranquila, dulce niña. Éste es sólo el primero que te quito. Enseguida iré a por las tenazas.
–¿Pero, por qué?
–Pues porque, como yo no tengo encías ni nervios, a mí se me caen todo el rato. Mira. –Abrió la boca para enseñarle cómo se le caían todos los dientes, aunque al momento le volvieron a crecer y se le volvieron a caer.
Obviamente, la niña gritó.

–No estoy hecha para eso. –le decía la Muerte al Ratoncito Manuelez.
–¡Kiii! –le gritó él, subido a lo alto del escritorio.
–Ya sé que me lo dijiste, pero tenía que probar.
–¡Kiii!
–Vale, vale. Te prometo que no volveré a pedírtelo. Lo siento por haberte hecho perder una clienta.

Una semana después la Muerte estaba poniendo regalos debajo de un árbol de Narudad.
–Jujujuu –dijo con una voz tétrica.
–Señora, no es así. Es “jou jou, joou” –le enseñó Papá Nuil, que había decidido acompañarla–. Y no puede entregar armas a los niños. Va contra las reglas. Recuerde: a los niños balones y a las niñas muñecas.
–Pero, ¿por qué no espadas a los dos? Así se podrán rebanar partes del cuerpo entre ellos.
–Me temo que no tiene la mentalidad necesaria para este trabajo.
–Lo sé… –se lamentó ella.

–¡Mamá, mamá! –Llamó Hamlet, entrando en el despacho–. ¡Están tirando tu estatua!
–¡¿Cómo?! –
–¡Que están tumbando tu única estatua! ¡La del centro de la ciudad! ¡Y cuchichean contra ti, diciendo que ya no tienes poder contra nadie!
–¡¿Qué no tengo qué?!
Momentos después, la mismísima personificación de la muerte estaba sobre un tejado, viendo como un grupo de veinte personas observaban cómo un puñado de ellas tumbaban su estatua de tres metros en medio de una de las plazoletas de la ciudad.
Como para ellos la Muerte ya no existía, no tenían cuidado de si la estatua caía encima de tal o cual.
–Este sitio da pena –dijo, fijándose en la gente de la calle.
Todo el mundo iba con mirada desafiante, sin miedo a nada. Los comercios estaban saqueados, las abuelitas llevaban espadas, los niños robaban...
–Claro, desde que no me llevo a los de la silla eléctrica hay muchos más delincuentes. ¡Bien! –Exclamó, juntando las manos–. Es hora de volver a la faena.
La Muerte chasqueó los dedos. La estatua cayó sobre la gente.
Uno de los hombres se acercó a la estatua caída.
–¡Eh, Tom! ¿Me crees ahora? ¡La Muerte ya no existe! ¿Tom? ¿Tom? ¿Y esa sangre? ¡Tom!
–También estaría bien –siguió hablando para ella misma–. Que subiera un poco el índice de mortalidad.
Volvió a chasquear los dedos. Todos los abuelos que llevaban algún arma en las manos tropezaron y se cayeron, con el corazón parado.
–Mucho mejor. ¡Mundo, he vuelto! –gritó con los brazos extendidos–. ¡Hamlet, ya estás aprendiendo el oficio, que el año que viene me jubilo seguro! –dijo para sí misma.
El niño, que estaba en su cuarto haciendo los deberes, se estremeció sin saber por qué.

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