Relato: Brillo en las manos
–Adrien, sigue mi voz.
Esa frase se la sabía de memoria.
La había escuchado innumerables veces desde que era pequeño. Era un sueño que
se repetía noche tras noche y, aunque se adelantaba o atrasaba respecto a otros
sueños, era el único que recordaba con exactitud.
En él, un hombre de rasgos
perfectos salvo por las cicatrices le llamaba por su nombre. Adrien observaba a
su alrededor, encontrándose en un campo de batalla en medio de un bosque; se
miraba las manos y encontraba una empuñando una espada corta y la otra con un
extraño brillo azulado. Entonces alzaba la vista y volvía a ver al mismo hombre
con cara perfecta apoyando las manos en sus hombros. Él le repetía:
–Tienes que volver en ti. El
destino de la realidad está en nuestras manos.
Adrien se levantó de la cama de
sopetón, llevándose las sábanas tras de sí.
–¡Adrien! ¡Si estás despierto,
baja a desayunar! –La voz de su padre se escuchó desde la cocina.
–¡Ya voy! –contestó.
Era sábado, por lo que no se había
tenido que preocupar por el despertador. Aún así, se había levantado bastante
temprano. Se puso una camiseta que ni pegaba con los pantalones que llevaba y
fue al encuentro de su padre.
–Hoy te has despertado pronto.
¿Has dormido mal? –le preguntó su padre, interesado.
–No, he dormido bien.
Simplemente, no tenía más sueño. –Sonrió.
–Y, bueno, ¿planes para hoy?
–Leer. Escribir. Pasear. Salvar
el mundo. Quién sabe.
Y no era mentira. Porque cada vez
que se enfrascaba en un libro lo hacía para salvar el mundo de esto o de
aquello.
Al mediodía le apeteció salir a
dar un paseo. Se puso sus auriculares y se internó en el corto camino de tierra
que conducía al pueblo. Hacía un sol deslumbrante, y la temperatura era
perfecta.
Pero en mitad de su vuelta algo
le llamó la atención. ¡Había una persona con cola!
Se frotó los ojos pensando que
era una mala pasada, pero al abrirlos de nuevo la cola seguía ahí: morada,
acabada en forma de flecha, semitransparente y móvil.
No se acercó por vergüenza y
además juraría no haber visto a ese hombre nunca.
Sin previo aviso, otro hombre
apareció, cogió al primero por el brazo y le hizo torcer la primera esquina. Justo
cuando daban el giro, el recién llegado se giró hacia Adrien y le guiñó un ojo.
Rostro perfecto, cicatrices… ¡Era
él, el hombre de sus sueños!
El chico corrió hacia ellos,
perdida ya toda vergüenza. Sin embargo, por típico que pueda sonar, cuando giró
la esquina ya no había nadie.
El resto del fin de semana pasó
sin nada más reseñable. Después llegó el temido, maldito lunes, con la misma
rutina de siempre, empujones para entrar y empujones para sentarse.
Era hora de estudio en la clase
de primero de bachillerato, por lo que las voces y la gente fuera de su asiento
no eran nada extraño.
De repente, unas manos golpearon su
pupitre.
–Bien, bien, bien. Pero mira a
quién tenemos por aquí. Si es nuestro querido Adrien.
Una rápida mirada indicó a Adrien
de quién se trataba: Marc. Un amigo de la infancia que había decidido recorrer
un camino menos… legal en la vida. Las responsabilidades no eran entonces su
fuerte, pero aún seguía estudiando.
–¿Qué te parece si luego nos
vamos con unos amigos al lago? Nos divertiremos –terminó, haciendo oídos sordos
a las risitas de sus amigos.
–Marc, ya nos hemos ido juntos
otras veces y siempre hemos acabado conmigo embarrado y contigo riéndote a mi
costa –respondió, sosegado.
–Vale, como digas, Adrien el
alien. Tú te lo pierdes.
–No me llames así –le pidió, con
la misma tranquilidad de antes.
–¡¿O qué harás?! ¡¿Me estamparás
contra la pared?!
–Algún día. –Sabía que lo que más
le molestaba era que no mostrase ninguna emoción y, aunque ese día Adrien no
estaba para bromas, pensó que se alegraría metiéndose un poco con su antiguo
amigo.
En ese instante una cola apareció
por la espalda de Marc. Adrien la miró, atónito, preguntándose qué relación
tendría con la del tipo del sábado.
–Sabes que si quiero me podría
acostar con tu madre, ¿no? Porque últimamente se la ve un poco sueltecilla.
Ése es precisamente el problema
de los pueblos pequeños: que todo se sabe enseguida. La madre de Adrien se
había acostado con un compañero de
trabajo. Y no, no era su padre, era otro hombre. Pero en casa no la culpaban,
al contrario, habían entendido sus motivos.
Y aquel fue el tope de Adrien. Esa
pulla había hecho demasiado efecto y Marc había cruzado la raya. Así que lo
agarró del cuello de la camisa y lo lanzó contra una pared. Probablemente, si
no hubiera estado la pared, hubiese seguido en el aire otros cinco metros.
El muro se agrietó y todos los
alumnos chillaron cuando vieron el cuerpo inmóvil tendido en el suelo.
Adrien se miró sorprendido la
mano izquierda. Resplandecía con un extraño brillo azulado.
Pero algo le sacó de su estupor.
Una serie de crujidos provenientes de enfrente de él se juntaron con una extraña
risa gutural.
–Jo, jo, jo. Al fin has
despertado, Cazador. –Marc se alzó. Pero no era exactamente Marc. Tenía
cuernos, y escamas negras, y una larga y gruesa cola que golpeaba el suelo.
Esta vez no se escuchó ningún
grito, por lo que Adrien miró en derredor. Todos los alumnos y el profesor se
habían quedado estáticos, parados en el tiempo.
–Voy a despedazarte, Adrien el
alien –tronó esa gutural voz.
Adrien no sabía qué hacer. Miró
al demonio y después su mano, que seguía resplandeciendo. Se encogió de hombros
y cargó. Un izquierdazo golpeó las escamas del monstruo, pero un arañazo alcanzó
a Adrien en las costillas. Los dos acabaron en el suelo, heridos de muerte.
–¡Ya voy! –Se escuchó a alguien
abriendo la puerta del aula. Adrien pudo ver entre imágenes borrosas a su
salvador: el hombre que aparecía en sus sueños–. Lo has dejado seco, chico.
Tranquilo, que yo lo remato. –El desconocido saco un revólver de los pliegues
de su chaqueta y disparó tres veces al cuerpo del monstruo.
Seguidamente se agachó junto a
Adrien, que se desangraba.
–No sé si podré salvarte de ésta,
viejo amigo.
La oscuridad se adueñó del chico.
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ResponderEliminarA ver si adivinas por qué no habrá más.
EliminarCruel.
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