Relato: El demonio se esconde bajo la espada



Mi primer recuerdo es el siguiente: una puerta desvencijada abriéndose delante de mí y mostrándome un corpulento señor cuya enormidad me hizo romper a llorar.
Puede que por aquel entonces yo tuviera diez u once años, pero no estaba preparado para nada.
La mujer que tenía detrás me dio un brusco empujón y se fue. Ni siquiera giré la cabeza para ver cómo se alejaba. Para mí mi madre acababa de morir.
El hombre me había rodeado con los brazos y me daba suaves palmaditas en la espalda.
–Tranquilo, pequeño. Ahora estás conmigo. –No pareció necesitar ninguna explicación, ya que me hizo pasar.
Pasamos por una habitación llena de hombres fornidos que vociferaban golpeando jarras de cerveza en un comedor. Recuerdo que llevaban espadas colgadas de los cintos y vestían uniformes muy brillantes.
El hombre corpulento, que se llamaba Burp, me llevó a mi nueva habitación.
–Mañana empezará tu entrenamiento. Prepárate.

Me estuvieron entrenando en el arte de la espada durante diez intensos años. Cuando no estaba recibiendo golpes de algún alumno que entrenaba conmigo, estaba cuidando de los caballos y los perros o haciendo algún recado fuera de las caballerizas.
Debo apuntar que no sólo iba al pueblo por recados. También había una chica. Qué hermosa era. Me escapaba al menos una vez por semana para ir a su tienda a visitarla.
Pero la vida en las caballerizas era muy distinta. Siempre iba detrás de mi maestro, aprendiendo aquel movimiento con la espada o ese ungüento para bajar la fiebre de algún animal.
–¿Por qué hay que entrenarse para vencer a Darfon si no ha aparecido en milenios? –preguntaba.
–Porque nunca se sabe cuándo volverá a aparecer. Hay que estar preparado –me contestaba Burp–. Por eso hay que sacar la espada de su pedestal, para estar completamente preparados.

En mi vigésimo cumpleaños ya era un muchacho fuerte y aguerrido. Como regalo, me llevaron a la Prueba: tenía que intentar conseguir una espada. No es que fuera difícil llegar hasta ella ni alcanzarla, lo complicado era sacarla del pedestal.
Subí al prisma de piedra y agarré el arma con ambas manos. Mis compañeros de alrededor murmuraban entre ellos cosas como “Nadie ha podido jamás”, “No lo conseguirá” o “No tiene el temple necesario”.
Pero según iba extrayendo la espada de la piedra, un humo negro salía de entre el metal y el pedestal. Al principio me rodeó, infundiéndome miedos y temores. Pero, una vez hube sacado la espada de su lugar, la nube se solidificó a escasos metros de mí.
Había aparecido un demonio, negro, con cuernos y cola, y más fiero que nada que haya existido jamás. Mató sin contemplaciones, en un pestañeo, a todos los que había en la sala. Incluso a Burp.
Pero yo le planté cara, indeciso, temiendo que mi entrenamiento no hubiese sido suficiente para encararme a tal enemigo.
En esa ardua batalla él luchaba con las garras y la cola, haciéndome tropezar, intentando alcanzarme con sus afilados dientes. Yo intentaba sujetar la pesada espada sin temblar, dando espadazos aquí y allá.
Ni un solo rasguño pude infringirle, mas un brazo de una dentellada me arrancó.
Grité de dolor. Tan fuerte que seguramente ése fue el motivo por el que el monstruo huyó.
–¡No te escapes! –le gritaba–. ¡Te atraparé! –Pero ya no me oía.

Han pasado cinco años desde entonces. No quedó nada de mi brazo, y no era posible ningún arreglo ni chapuza, así que me expulsaron del ejército, con un molesto rumor que se susurraba de boca en boca, diciendo que el Darfon había aparecido por mi culpa.
Pero ahora he pasado página. He conseguido una chica. Creo que es la persona con la que estoy destinado a estar.
Pero… he de admitir que acabo de mentir. No he pasado página. Me he estado entrenando con el brazo que me queda. Estoy preparado para ir en busca de la bestia.
–¡No vayas! –me ha suplicado mi prometida.
–He de ir, así lo marca mi destino. –Es lo que he respondido.
Mañana al alba partiré. Y pienso poner fin a esto.

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