Relato: El apocalipsis de la rana
Buenas noches. Empezaría a escribir esto con un
alegre “Buenos días”, pero me temo que eso no será posible. Principalmente,
porque lleva siendo de noche casi una semana.
Todavía recuerdo lo qué pasó:
Un chico algo atolondrado se adentró en una cueva
que varias leyendas consideraban maldita. Dichas leyendas narraban sobre
hechizos prohibidos y nigromantes descontentos con la vida actual.
Puede que fuera el reto de alguna chica, o la burla
por parte de compañeros del instituto, ¡incluso pudo haber sido una voz
interior, prometiéndole la vida eterna! Da igual, lo importante es que el chico
entró en la cueva.
Es extraño contar lo que sucedió entonces. La
garganta de la montaña tenía un final de piedra y, en él, había pintada la
huella de una mano; alrededor de dicha mano estaban dibujados un sinfín de
líneas y símbolos extraños. “¡Extraterrestres!”, se dijo el chico.
Colocó sin pudor, movido por la curiosidad propia de
los mayores aventureros, su mano sobre el dibujo y observó, con los ojos bien
abiertos, cómo los dibujos de la pared se despegaban de su lienzo y le
rodeaban, causándole cosquillas por donde le rozaban.
De repente, se encontraba en un lugar distinto.
Paredes grises y alejadas entre ellas, luces fosforitas adornando el techo y,
lo más intrigante de todo, símbolos y runas dibujadas en el suelo y en las
pizarras desperdigadas por ahí.
¡La guarida de los nigromantes! ¿O quizá de los
extraterrestres? No importaba, el hallazgo era increíble. Pero, ¿de dónde podía
conseguir una prueba para que la chica, o los compañeros, o esa voz que hacía
ya horas que no le hablaba, creyeran que había estado ahí de verdad?
Estuvo dando vueltas sin rumbo, escuchando con
atención por si se acercaba alguien (¡o algo!), entrando y saliendo de
habitaciones con mesas de trabajo llenas de frascos y experimentos a medio
hacer. Pero nada le convencía, nada era lo suficientemente interesante como
para enseñarlo al mundo.
¿Nada? Oh, sí que había algo: Un reptil verdeazulado
que había empezado a seguirle a saber cuándo y que, hasta ahora, no se había
dado cuenta.
Se agachó y lo cogió, dado el interés que se
reflejaba en los ojos del reptil.
“¡Un dragón!”, exclamó. No… no tenía alas, ni
lanzaba fuego. “¡Una serpiente venenosa!”, pensó. Qué tontería, cabía entero en
la palma de su mano y tenía cuatro gruesas patas. “Oh”, entendió, mucho menos
entusiasmado, “No es más que una rana”.
Nada más pensar eso, una fuerte alarma se activó,
provocándole un dolor de oídos tremendo que le hizo ponerse de rodillas. Por suerte, su reacción fue coger con
más fuerza a la rana, por lo que esta no se pudo escapar. El chico ya estaba
incorporándose, casi acostumbrado a ese estridente sonido cuando, con su otro
oído, escuchó varios pasos acelerados: ¡Venía alguien!
Miró con horror a la rana, buscando,
inexplicablemente, algún consejo o solución a su situación. Y, por extraño que
parezca, esa rana miró al chico. Y a esa rana le cambiaron los ojos de color.
Y, en un pestañeo, la rana y el chico estaban en la entrada de la cueva.
“¡Esto es increíble!”. El ladronzuelo saltó de
alegría. “¡Tengo una rana mágica!”. Y, lleno de orgullo, corrió a su casa para
enseñarles el hallazgo a sus padres. ¿Cómo que a sus padres? ¡Al pueblo entero!
Ay, pero los buenos pensamientos duran bien poco.
Sólo tuvo que ver el paisaje desde un claro de la montaña para… para saber que
algo había cambiado.
Terminó de bajar la montaña, con el corazón
latiéndole con fuerza y con la intriga de cómo se había hecho tan rápido de
noche (¿o ya era de noche cuando empezó a bajar la primera cuesta?). No llevaba
ninguna mochila ni bandolera, por lo que no llevaba ni linterna ni provisiones.
Y, a su edad, disponía cuanto menos de un teléfono móvil.
Pero, al fin, llegó a su casa. No veía casi nada.
Era como si al señor encargado de encender las farolas se hubiese olvidado
completamente de su labor. Y en ninguna casa parecía haber nadie.
Miro a la rana con intriga en los ojos. “¿Qué ha
pasado?”, se preguntaba mientras buscaba la llave de casa debajo del felpudo.
Cuando la encontró, abrió la puerta principal y entró en lo que en su momento
fue su hogar. Ahora se encontrada vacío, sin ningún mueble a la vista.
Lo admito. En ese momento me asusté. Digo… el chico
se asustó. No es como si yo fuera ese chico. Bueno, sí, yo soy ese chico. Ya
está, no más secretos. Yo causé esto, sea lo que sea.
El caso es que llevo una semana aquí. No sé cómo es
posible que, sin haber comido ni bebido nada, siga manteniéndome en pie.
En cuanto a la rana, está extraña. Le brillan y
cambian de color los ojos, pero, aparte de eso, sólo me sigue, dando pequeños
saltos.
Me giro, ansioso. ¿He escuchado algo?
“Estás perdido. Busca el faro”, escucho delante de
mí, aunque no sé exactamente dónde.
“Los faros suelen estar cerca del mar”, escucho en
tono de burla. Esta vez miro hacia abajo. La rana me está mirando, como si
esperara a que pasara algo.
“Croac”, exclama.
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